Borges imaginando un cuadro de Vermeer

Borges imaginando un cuadro de Vermeer


Quisiera proponer un ejercicio de imaginación como una simple una transgresión: mejor música para película, ¿Nino Rota o Ennio Morricone? Algunos antecedentes. Nino Rota hizo la música para las películas de Federico Fellini: La Strada, Il Bidone, 81/2, La dolce vita, etc; Ennio Morricone hizo la música para el spaguetti western, El bueno, el malo y el feo, de Sergio Leone; italianos colaborando con italianos. Nino Rota creó la música que acompañó las imágenes de Fellini que representan la Italia de posguerra, una nación empobrecida que resurge de sus cenizas, personajes que conviven con la miseria y la elegancia. La música de Nino Rota es indisociable de las imágenes de Fellini, al grado de constituir una unidad: uno puede escuchar solamente la música y ésta nos hace evocar el eco de la sociedad italiana de esa época. Recordemos la colaboración de Rota con otro director: Luchino Visconti, en su película Rocco y sus hermanos. Mismo efecto. La música de Morricone nos hace evocar el legendario viejo Oeste americano, recreado de manera inigualable por la imaginación de un director italiano. Otra colaboración de Morricone más reciente, es la película La misión, donde tal vez no logra transportarnos a las misiones sudamericanas del siglo XVI. Recordemos ahora la colaboración de Rota en el film de mafia más célebre: El padrino, de Coppola; cómo no asociar las imágenes de la familia de Vito Corleone y toda la tragedia del padrino al escuchar la música de Rota. Lo que une las películas de Fellini con la de Visconti y El padrino de Coppola es el famoso “realismo italiano”, es decir que la música de Rota recrea en nuestra imaginación un “ser” de Italia muy real. Pero, ¿de dónde le viene la herencia del realismo italiano a Fellini, a Visconti y a Coppola? No creo que sea arbitrario afirmar que el feísmo y la vulgaridad de sus personajes proviene del realismo de Caravaggio, el pintor que a principios del siglo XVII, comenzando el Barroco, llevó a cabo la gran revolución del realismo en la pintura occidental.

Aquí es donde nos encontramos con Vermeer, un pintor holandés que cincuenta años después y tal vez siguiendo al propio Caravaggio, tratará de pintar la realidad tal cual. Al decir de Phillipe Daudy: “… si se concibiese una especie de método pedagógico universal para conducir al neófito al conocimiento de la pintura occidental, muy bien podría proponerse a Vermeer en la primera y en la última lección. Vermeer no es ni el alfa ni el omega de la pintura, pero él concreta la unidad, metafísica si se quiere, o la unidad revolucionaria; la unidad, es decir, una síntesis, la unidad, es decir, la singularidad absoluta. Pero Vermeer sigue siendo inaccesible y opaco porque se entra sin más en él y porque es transparente”. Pintor cuya mayor ambición es atrapar un instante de la realidad en un pedazo de tela, valiéndose de colores y formas manipulados magistralmente para lograr un efecto de ilusión prodigioso. Gombrich comenta en qué consiste la nitidez de la imagen: “Uno de sus rasgos prodigiosos tal vez pueda ser descrito, aunque difícilmente explicado: es de cómo consigue Vermeer una perfecta y paciente precisión al captar las calidades, los colores y las formas sin que el cuadro parezca nunca trabajado y duro. Como un fotógrafo que de propio intento suaviza los contrastes demasiado fuertes de su fotografía sin deshacer las formas, Vermeer dulcifica los contornos y, no obstante, conserva la impresión de solidez y firmeza. Esta rara y excepcional combinación de precisión y suavidad es la que hace inolvidables sus cuadros mejores, que nos hacen ver con un nuevo mirar la sosegada belleza de una escena sencilla y nos dan idea de lo que sintió el artista cuando contempló la luz filtrándose por la ventana y avivando el color de un pedazo de tela”.

No sabemos si Borges vio alguna vez un cuadro de Vermeer. Es muy probable que conociera de su existencia, dada la erudición del escritor argentino y porque siendo joven, Proust hizo pública su admiración por la pintura de Vermeer. Pero a la vez improbable, porque su erudición era literaria y en sus escritos no se ocupó de comentar sobre pintura. Ignoramos si Borges se topó con alguna imagen impresa de la pintura de Vermeer en alguno de los libros de la Biblioteca de Babel. Podemos conjeturar que si no la conoció por lo menos debió imaginarla. Borges quedó definitivamente ciego en 1955, una ceguera paulatina que no concluyó en oscuridad, sino como él mismo la calificó, “neblina verdosa o azulada y vagamente luminosa” en la que se pierden las formas. La ceguera de Borges y la luz en los cuadros de Vermeer, dos mundos irreconciliables, pero no para la imaginación. Borges ya no podía ver pero podía imaginar y, tal vez, con mayor intensidad que antes. Pensemos que el cuadro de Vermeer en cuestión es La alegoría de la pintura, donde el propio pintor se representa de espaldas y frente al caballete pintando a una joven que sostiene un libro y un instrumento musical de viento, la luz entra por la izquierda desde una ventana que no es visible, arriba de la joven hay un mapa colgando de la pared. La luz entra difusa como en todos los cuadros de Vermeer: parece que las figuras y los objetos se desvanecen en la luz y paradójicamente son claros e indistintos gracias a ella. Cualquier cuadro puede ser entonces el imaginado por Borges, pensemos en El astrónomo o en El geógrafo, donde están representados un globo terráqueo, un mapa: mundos dentro de mundos. Hay otros cuadros cuya escena incluye al cuadro o cuadros dentro del cuadro, mundos y realidades dentro de otros mundos y realidades, y un orden compositivo en el que las formas del espacio representado, desde el piso ajedrezado en disposición romboidal hasta la distribución de cuadros, espejos, mesas, tapices y cortinas obedecen a un rigor geométrico; una representación del espacio cuya inclusión de mundos dentro de mundos y de un rigor geométrico construyen la metáfora del infinito. Borges imaginando un cuadro de Vermeer: no sólo ha pintado la realidad, sino el mundo y su infinito. Si hay una unidad del tiempo es el instante, si hay una unidad del espacio es el punto, si hay una unidad de la luz… Borges imaginando un cuadro de Vermeer: el pintor holandés encerró en un punto el instante y atrapó en un instante la luz: la perla, el punto donde converge la espiral. Aún hay más: Borges llamó a esa perla el Aleph. Sin exageración, el venerable argentino lo describe con un diámetro de dos o tres centímetros, “pero el espacio cósmico estaba ahí sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo”. Quizá, lo que Borges imaginó fue el detalle de un cuadro de Vermeer, pero en el cual estaban contenidos todos los mundos, la realidad misma en una perla: “porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”.

Un libro que es continente de mundos es La imaginación estética en la mirada de Vermeer, de María Noel Lapoujade. La autora desarrolla la argumentación a partir de una espiral, donde va exponiendo los diversos conceptos de imaginación, estética, pintura, geometría, la mirada y la pintura de Vermeer; de modo que todas las líneas convergen en un punto: la perla. Un ensayo compuesto por tres partes, en el que María Noel Lapoujade vincula la filosofía con la pintura y la pintura con la filosofía por medio de la geometría. La primera parte, consiste en el planteamiento de la “teoría de la imaginación estética”, continuando las pesquisas de su libro anterior Filosofía de la imaginación; la imaginación aparece como un concepto filosófico: nada menos que como configuradora de la realidad. En la segunda parte, se nos presenta una profunda reflexión sobre la pintura y su estructura invisible: la geometría. De este modo, la autora sugiere que la pintura es filosofía, ya que la geometría cuyos elementos constitutivos son imaginarios, permiten construir la realidad. La pintura construye también la realidad a través de la geometría y también por medio de la imaginación. La tercera parte, la constituye “la mirada de Vermeer”, la cual está influida por la filosofía de Spinoza (compatriota suyo) y Leibniz, así como por la geometría de Leonardo, la óptica de Chrsitiaan Huygens (otro compatriota), y la mística de Ignacio de Loyola. María Noel Lapoujade concibe la pintura de Vermeer como “una simbólica de la luz”, sus cuadros como ventana o perspectiva son “el lugar de una bella ilusión”, con una “profundidad infinita”, pero también “la pintura de Vermeer es la mímesis de la acción humana”. Dos ideas más: Lapoujade ve a Vermeer como “el ilusionista (que) crea ilusiones de realidad”, y “en Vermeer la pintura es una filosofía puesta en escena”. Para terminar: Vermeer pinta la poética del instante, allí están reunidos el tiempo y el espacio, la luz. Y la perla es el Aleph, quantum, corpúsculo mínimo de energía, energía plegada, símbolo del mundo, del universo y de la realidad infinita.



Eugenio Garbuno, Ciudad de México, 26 de octubre 2007.

Eugenio Garbuno Aviña es: artista visual y doctor en Historia del arte por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, profesor en la Escuela Nacional de Artes Plásticas, UNAM.